jueves, 30 de abril de 2009

Los Pelayos


Los PELAYOS también tienen su historia en la Guerra Civil Española. Muchos de ellos no pudieron conformarse con hacer la instrucción y desfilar en la retaguardia. Fueron muchos los servicios que prestaron los hijos de la tradición y muchos se escaparon de sus casas para presentarse en los Tercios de Requetés y aun cuando eran devueltos por los Jefes de las Unidades. "Algunos" burlaron esta disciplina, bien ocultando la edad, bien permaneciendo ocultos por los Requetés mayores.


EL HEROICO PELAYO

Según nos cuenta Casariego:......... En Peña del Salto había centenar y medio de valientes Requetés que vigilaban desde sus hondas trincheras, tras una doble alambrada de espino. Los mandaba un Capitán cuarentón, curtido en las Guerras Marroquíes.

Con los Requetés estaba también un PELAYO, niño que hacía poco había cumplido los 13 años. Un hombrecito serio y sereno que servía de enlace, y todos los amaneceres, montando en un borriquillo gris, bajaba al pueblo, silbando el Oriamendi, a recoger los periódicos y paquetes para los voluntarios.

Muchas noches, el pequeño PELAYO, salía de su "garigolo" y, sentándose sobre los sacos terreros, se ponía tocar con una gran armónica melancólicos aires de la tierra o himnos patrióticos....

Un día empezaron a llover mortíferos proyectiles de la artillería debido a un ataqué del enemigo. La tierra temblaba bajo la metralla y el estruendo de la trilita y la pólvora. Durante cuatro horas los bravos Requetés soportaron un chaparrón de hierro de la artillería enemiga y llegó el momento de hacer frente el asalto de la infantería. ERA EL MOMENTO CULMINANTE PARA TODO GUERRERO. CUANDO EL CORAZÓN PARECE UN CORCEL DESBOCADO Y UN MANO INVISIBLE APRIETA LA GARGANTA CON SENSACIÓN DE ANGUSTIA.

--Serenidad, muchachos. No un solo tiro todavía ¡Mucho cuidado con precipitarse!. Ordenó el Capitán.

Entre tanto. el enemigo seguía subiendo. Primero lo hicieron tímidamente. Después, viendo que no pasaba nada, creyendo sin duda que los Requetés habían huido, empezaron a salir en masa y llenos de optimismo subían en actitud guerrera.

En el Grupo más avanzado del enemigo venía un Teniente del Ejercito Popular que esgrimiendo una pistola de reglamento gritaba:

-- ¡Arriba cobardes!

-- Al que se eche p'atras desnúcolo

Cuando el enemigo estaba a la altura de las alambradas el Capitán de los Requetés ordenó.

-- ¡Fuego!

-- Viva España



NO HAY PLUMA CAPAZ DE DESCRIBIR LO QUE PASO EN AQUELLOS MOMENTOS.

Y otra vez el intento de asalto, y otra vez la artillería enemiga, y así todo el día hasta el oscurecer, en que el enemigo seguía más obstinado que nunca en abatir aquel bastión de ESPAÑA.

La situación era dificilísima. Había muchas bajas y ni un mal refugio para evacuar a los heridos. Las trincheras estaban destrozadas; las alambradas, rotas y las máquinas, inutilizadas.

El Capitán herido en un brazo, requirió lleno de energía:

-- ¡A ver, un enlace!.

-- ¡A sus órdenes!

Tranquilo el PELAYO, el niño soldado, estaba cuadrado ante el Jefe de la Unidad

--¿Pero Tú? ¡Tu no me sirves!.

--¿Que no mi Capitán? Mejor que nadie. Como soy un chaval, me cubro más en el monte y no me ven pasar.

Y añadió suplicante:

--Ande déjeme llevar el parte. Ya verá como llega.

El Capitán le miró un momento de pies a cabeza. Sacó el lapicero y el cuadernillo, y escribió unas líneas. Dobló el papel y puso al dorso:

Capitán Jefe de Peña del Salto a Comandante X. Entregándoselo al niño le abrazó fuertemente.

--Anda con Dios, "peque", te portas como un HOMBRE.

Y luego, más confidencial:

--Tengo fe en ti; que llegué el parte, Haz que llegué, que si no, estamos perdidos.

Uno de los Alféreces le dijo:

-- Oye, rapaz; Fíjate bien lo que haces, que un PELAYO NO PUEDE MENOS QUE NADIE EN EL MUNDO.

-- Harélo, mi alfrez. Júroselo.

Salio de la posición. En aquel momento, el fuego se reducía a un tiroteo aislado de "Paqueo". La noche estaba cerrando y el cuerpo de aquel pequeño enlace desapareció en seguida entre los matorrales de aquel camino, que tan bien conocía.....

SOLO DIOS SABE LO QUE PASO AQUELLA PAVOROSA NOCHE DE LOBOS, DE TORMENTA Y DE TIROS.

El niño PELAYO llegó a las avanzadillas de socorro. Pregunta por el Jefe. Casi no se puede cuadrar. Entregó el parte. Iba inmensamente pálido, con balazo en el costado.

Lo llevaron al Hospital. Las Seráficas Hermanas y las dulces Enfermeras lo acostaron en una cama, como acuesta a un hijito enfermo una Madre Amorosa.

Los Médicos y Sanitarios se miraban con asombro. Al filo de la madrugada murió. Su pálida carita tenía una sonrisa de Triunfo y de Dolor.

A BUEN SEGURO QUE ALLÁ EN EL CIELO, LA VIRGEN DE COVADONGA, LA "SANTINA" PEQUEÑA Y GALANA, REINA DE AQUELLAS MONTAÑAS, LE ESPERABA CON LOS BRAZOS ABIERTOS PARA AUPARLO JUNTO AL NIÑO DIVINO.

Aquí en la Tierra, los duros REQUETÉS INVENCIBLES de la Nueva Reconquista, rindieron sus armas poderosas y los estándares INVICTOS del LAUREADO Tercio de Nuestra Señora de Covadonga cuando, en su blanco ataúd, pasó aquel angelito que supo morir como un GIGANTE DE ESPAÑA.







Tomado de
www.requetes.com/pelayos.html


lunes, 20 de abril de 2009

Los frutos de la Unidad Católica

Por Andrés Gambra Gutiérrez

En la hora presente de España -y de un modo más preciso en la actual coyuntura por la que atraviesa la Iglesia española- resulta prácticamente inviable intentar una caracterización de la historia de nuestra patria que pondere en términos favorables y a la par susceptibles de obtener la aquiescencia de una mayoría de los católicos españoles, el hecho de la unidad religiosa característico de su devenir social, político y cultural durante la mayor parte de los mil cuatrocientos años que median entre nosotros y el III Concilio de Toledo.

Cerco a la unidad católica

Semejante imposibilidad es el resultado de un doble proceso hecho de elementos hasta cierto punto concomitantes: la repercusión de una parte, en la opinión común, manipulada sin trabas por los massmedia, de los argumentos de una tenaz leyenda Negra -hoy debidamente incorporados al catecismo básico del demócrata comme il faut-, que se empeña en reconocer en la multisecular inspiración católica de nuestra cultura al responsable principal de la inadecuación de la sociedad española a los modos de vida contemporáneos; y de otro la aceptación, -más o menos sincera y más o menos explícita según los casos, pero casi siempre operativa- por una mayoría de la jerarquía católica, y de los orientadores de la baqueteada comunidad de los creyentes, de los supuestos del liberalismo católico, doctrina según la cual la renuncia a la tradicional concepción teodosiana de las relaciones entre la religión y las instancias organizativas del cuerpo social supone un paso "positivo" en un imaginario proceso purificador, de superación de "estructuras obsoletas", orientado a la conquista por el catolicismo aggiornado de una mayor autonomía en sus relaciones con la sociedad civil.

En tales circunstancias es evidente que intentar cualquier apología de la unidad católica española es una empresa vana. Y, sin embargo, no lo es menos que dichas lecturas laica o liberal-católica de la historia de España, sea cual fuere su grado de aceptación, implican una gravísima omisión en el modo de interpretar nuestro pasado, hasta el punto de que, desde su óptica, resulta éste por completo ininteligible. La historia de España no seria otra cosa que un fenómeno multisecular de desorientación colectiva, de "desviacionismo histórico". Y no es ninguna casualidad que tales ideas hayan coincidido, en el tiempo en que vivimos, con un colapso moral sin precedentes, que afecta, hasta asfixiarlo, al sentimiento comunitario de España.

"En la Edad Media, como ahora, la Península Ibérica no era una unidad política. Las Comunidades Autónomas tienen sus raíces en aquella época histórica, etc.", reza la fórmula de presentación de unas recientes "Jornadas nacionales" (sic) sobre investigación medieval auspiciadas por la Comunidad de Madrid y en las que, por cierto, intervienen algunos especialistas eminentes. ¿Están ya levantando acta los historiadores de la extinción de España? Concédase la parte que se quiera a la delicuescencia mental del autor del programa en cuestión. No es menos cierto que la advertencia profética de Menéndez Pelayo se está haciendo realidad: perdida la Unidad Católica España está volviendo "al cantonalismo de los arévacos y de los vetones, o de los reyes de taifas".

Repasemos brevemente los términos de la cuestión. España es una de las nacionalidades más antiguas, más veteranas del Viejo mundo, cuyos orígenes se remontan, como en el caso de otros países del área occidental y mediterránea, a la época romana. El orto de su unidad civil y cultural no fue, sin embargo, fácil, y ya lo observaron los antiguos al señalar el carácter compartimentado del solar ibérico y la belicosidad de sus habitantes: "cuando no tienen enemigo exterior -observó Trogo Pompeyo-, lo buscan dentro". Esa unidad ha estado siempre amenazada por fuerzas centrifugas-generadoras de esos momentos de "intemperie histórica" de que habla Sánchez Albornoz, cuando España parece sonreírle, insensato, a la perspectiva de su dislocación-, a las que se suma la propia posición de puente de la Península -entre Europa y Africa, entre oriente y occidente-, circunstancia que, sobre un potencial incentivo de diversidad fecunda, ha supuesto, de hecho, un elemento de quiebra que pudo serlo -con toda verosimilitud en su momento- de carácter irreversible.

El catolicismo, factor de cohesión

El catolicismo -la unidad religiosa- constituyó para la naciente España un factor de cohesión eficaz definitiva siempre que mantuvo su operatividad colectiva, capaz de moldear una sociedad reciamente trabada, que sorprendió al mundo con empresas portentosas que sólo se explican -al menos en lo que en ellas puede detectarse de sustrato profundo, de coherencia interna más allá del genio individual e individualista tan característico de lo hispano-, por un impulso de naturaleza religiosa, fruto de vivencias colectivas en el seno de un medio familiar y comunitario impregnado de sentimiento católico.

Para entenderlo baste remontarse al momento histórico de esa unidad: el III Concilio de Toledo. Hispania salía de una de sus peores encrucijadas -la ruina de la romanidad y las invasiones germánicas-, cuando el cronista Hidacio creyó que advenia el fin de los tiempos. Los visigodos constituían un elemento exógeno que sólo podía ser asimilado merced a su integración en una ya más que incipiente unidad religiosa, fruto de la expansión del Cristianismo en la Baja latinidad. Que la unidad religiosa era imprescindible supo verlo Leovigildo, pero la selección por él emprendida fue equivocada. Cuando su hijo Recaredo proclamó la unidad católica en Toledo dio culminación a un proceso que venía de atrás, e hizo viable la unidad política, social y espiritual de España, sólo parcialmente atisbada hasta entonces. Aquel acto estuvo seguido de un periodo de fecunda estabilidad y expansión cultural -la época isidoriana-, que hizo del reino hispanogodo el más próspero de la naciente Cristiandad.

La unidad religiosa había propiciado la formación de España. Y fue la nostalgia de esa unidad -vinculada de un modo indisoluble, desde el III Concilio de Toledo, a la existencia de un patrimonio espiritual común a todos los españoles- la que salvó a España cuando se halló en trance de extinción tras la invasión musulmana episodio histórico sorprendente por su rapidez y eficacia iniciales, pues en un corto periodo de años estuvo España a punto -en aquel "tempore perditionis Hispaniae" de que hablaría un cronista- de ser arrebatada al resto de la civilización cristiana. Contra toda esperanza, un grupo humano reducido, inicialmente minúsculo, refugiado en los riscos montañosos del norte peninsular, se mostró capaz de asumir un legado nacional en trance de extinción y de sostenerlo hasta el triunfo final, acaecido sólo ocho siglos más tarde. Sánchez Albornoz ha hablado del "lento avanzar de gasterópodo" de nuestra Reconquista. Y José Antonio Maravall ha resaltado la dimensión portentosa, sin precedentes ni igual en la historia universal, de aquel proyecto de reconquista que define nuestra Edad Media, "idea lanzada como saeta que con incomparable fuerza recorre la trayectoria de nuestros siglos medievales, y que conservándose la misma, llega hasta los Reyes Católicos". los datos de orden económico, social o cultural son radicalmente inadecuados para explicar un proceso semejante, inteligible sólo a la luz de la vocación cristiana de sus protagonistas, la misma que empapó la cultura y modos de vida de los reinos cristianos del norte en su multisecular discurrir hasta la restauración de la unidad territorial en 1492.

Expansión de la Fe

¿Y qué decir, desde esta perspectiva, de la gesta americana, de ese acontecimiento decisivo en la historia humana, que hay se tipifica de "encuentro entre dos mundos", en un intento cicatero de restarle relieve y mérito al protagonismo español? Actualmente se encuentran allí, en Hispanoamérica, las comunidades católicas más numerosas y prometedoras de la Iglesia universal. Se trata de un dato estadístico que nadie pone en tela de juicio. ¿Tiene hoy conciencia esa misma Iglesia -sus jerarquías y sus élites intelectuales- de que la existencia de ese continente católico es, fundamentalmente, el fruto de la unidad católica española? Dejando de lado a ese sector lascasiano que sólo ve -contra toda justicia- los defectos de la implantación de lo hispano en América, podemos preguntarnos si se percatan hoy los católicos de que la difusión del cristianismo en América es el fruto de una gigantesca tarea colectiva, animada por un dinamismo social, cultural, institucional y político, que sólo pueden entenderse desde la capacidad de una sociedad unitariamente católica, consciente de que esa unidad de fe era la clave de su destino le pueblo elegido -el que le había llevado a completar la reconquista peninsular el mismo año en que dio :comienzo su expansión en un Nuevo Mundo-.

Octavio Paz, tan laico y escasamente hispanófilo, lo ha reconocido recientemente: "lo que distingue a la conquista española de la de otros pueblos europeos es la Evangelización"; y añade: "si la comparamos con otras se ve que los indios americanos no conocieron la exterminación física ni las reservaciones". La explicación se hallaría, según Octavio Paz, en que el descubrimiento, conquista y evangelización pacifica y violenta" se realizaron "muy dentro de la tradición árabe y monoteista de la religión" que es su modo sui generis, cortical y despectivo, de aludir a la unidad católica de los españoles. Podrá afirmarse lo que se quiera, pero lo que resulta evidente -hasta el punto de que negarlo seria muestra de sectarismo o mala fe- es que si las orientaciones liberales, pluralistas y ecuménicas, imperantes hoy en un amplio sector de la Iglesia hubiesen triunfado en la época de la conquista, hoy, en el mejor de los casos, se alzarían, pared con pared, en los grandes recintos del servicio religioso, los templetes de Cristo, Viracocha y Quetzalcoatl. Y la razón de ello no seria otra que el predominio en dichas tendencias de un elemento acomodaticio y disolvente, inconciliable con cualquier proyecto serio de conquista y predicación.

Y algo parecido puede afirmarse del prolongado combate, militar e intelectual, que la monarquía hispana mantuvo, durante los siglos XVI y XVII, en defensa de la Cristiandad y de la Reforma Tridentina, acosadas por la presión del Protestantismo. Lo explica Vicente Palacio Atard: "España no se resigna a contemplar como espectadora impasible la ruina de la unidad cristiana de Occidente. Y ocurrirá así un hecho asombroso: mientras los demás países hacen política nacional, los españoles prescinden de sus intereses y hacen política universal". España, en frase de Lain Entralgo, fue capaz de demostrar, frente a los factores de disolución que se abrían paso en Europa, "que había otra posibilidad de vida: el proyecto de una Cristiandad posrenacentista". ¿Hubiera podido tan siquiera concebirse la político exterior de nuestra Casa de Austria, perseverante hasta el agotamiento final, si no estuviese asentada sobre la unidad católica de sus reinos firmemente acatada por sus súbditos? ¿Y que sería de la Europa católica de hoy si los Tercios y jesuitas españoles no hubiesen puesto limite a la marea ascendente del protestantismo? ¿Habría abjurado Enrique IV su protestantismo de no haber contado el Partido Católico con el apoyo constante de Felipe ll? Muy distintos serian, ciertamente, los limites del orbe cristiano de hoy sin la intervención en Europa, y allende el Océano, de la Católica Monarquía española.

La fe del pueblo llano

También en la consideración de la historia española posterior a la crisis del siglo XVII, cuando ya lentamente empieza a infiltrarse los primeros brotes de disidencia racionalista y laica, es preciso valorar adecuadamente el papel de la unidad católica, altamente apreciada por la mayoría de la población. Cuando España decide adherirse a la movilización europea contra la Revolución francesa, sus autoridades, contagiadas de espíritu ilustrado, fueron empujadas por el pueblo llano, agitado de una fervorosa vocación de Cruzada, a enfrentarse contra la Convención regicida y anticristiana. Un caso en el que la unidad católica se manifestó de abajo a arriba, de un modo parecido a lo que ocurriría quince años más tarde, cuando la ocupación francesa: el impulso popular contra los invasores -que se halla en el origen del alzamiento europeo contra Napoleón- estuvo animado por sentimientos de orden religioso muy operativos, bien explícitos junto a los de signo monárquico, en la documentación de la época, circunstancia que omiten muchos historiadores al hablar de la manifestación, en la Guerra de la Independencia, de la nacionalidad española contemporánea. Una vez más ininteligible sin la consideración de la unidad católica.

Y la misma lectura de los hechos debe aplicarse a nuestra controvertida historia contemporánea, la de las guerras civiles entre liberales y carlistas, la de la magna conflagración civil de 1936-1939. Hoy se sabe que los carlistas, eran amplia mayoría en la sociedad española, al menos durante la Guerra de los Siete Años. Y que la insurrección de una gran parte de los españoles, frente a una España oficial enredada en los intereses del Frente Popular, libró a nuestra patria de convertirse en una más de las repúblicas socialistas, de cuyos encantos habla hay la prensa con relativa frecuencia. No fueron episodios aislados o inconexos, al contrario: fueron la reacción en cada momento de aquel sector de los españoles, no inficionado por las corrientes liberales o agnósticas, que se empeñó en que España siguiera siendo "ella misma"-según la expresión de Juan Pablo II-, y en mantener, viva y en forma, la tradicional configuración católica de su cultura y de sus instituciones. Todo ello en la más estricta conformidad con el magisterio eclesiástico de su época.

Hoy el desastre parece consumado en un país que ha perdido el pulso moral y religioso. No puede perderse, sin embargo, la esperanza, porque los designios de Dios son inescrutables y en sus manos se halla el destino de los pueblos. Quiera El enmendar el rumbo de nuestra patria. Y, para ello, iluminar a los pastores de su extraviado rebaño.

lunes, 13 de abril de 2009

El Tradicionalismo de Gambra




1.
Toda la obra de Rafael Gambra participa, en mayor o menor medida, y en conexión ya directa o indirecta, de la comprensión última y el repudio radical de lo que supuso la civilización racionalista y su núcleo teorético. Así una buena parte de sus afanes ha quedado para la descripción de lo que de mortífero tiene el racionalismo y para la recuperación del auténtico aliento humano que se produce cuando logramos desprendernos de la influencia de aquél. Esta es la auténtica constante -en filosofía o en política- de todo su quehacer, vertido, en cuanto a la primera, en los últimos años cuarenta y los cincuenta hacia la depuración de la reacción antirracionalista que fue la filosofía existencial, y de los sesenta en adelante hacia la denuncia de la delincuencia intelectual promovida por el progresismo; al tiempo que desarrollado, en cuanto a la segunda, en la reivindicación del régimen político tradicional y en la denuncia del avance hacia el modelo demoliberal, durante los años cincuenta y sesenta, así como, a partir de los setenta, en la comprobación diaria de su carácter disolvente.


2. La primera idea que, ya en concreto, debe ser subrayada, porque es previa a la trabazón del resto que le sigue, y tiene que ver con el modo singular de combate intelectual del presente que es la guerra psicológica, toca a la manipulación del lenguaje como medio de lavado de cerebro y de revolución. Porque los términos lingüísticos tienen un hálito emocional, y porque mythos y logos se encuentran en el lenguaje humano. Por ello, nuestro autor dedicó algunos trazos de su quehacer a hacer ver cómo el lenguaje -su transmutación semántica y su mitificación- es factor esencial para la gran mutación mental que se opera ante nuestros ojos, con el ánimo de desvelar el sentido de la revolución cultural vivida en nuestros tiempos.


3. A continuación, nos topamos con la comprensión de la vida humana, no como autorrealización o liberación de trabas, sino como entrega (compromiso) e «intercambio» con algo superior que se asimila espiritualmente. Nuestro autor reelabora, así las teorías del engagement -expuestas por Camus y Sartre- y del apprivoisement saint-exupéryano. Son nociones y actitudes, complementarias en su fondo, que le permiten criticar bajo una nueva luz el individualismo -en cuanto antropología encapsuladora-, el esteticismo -y sus múltiples concreciones, entre las que pueden mencionarse el turismo y su visión pintoresca del mundo- y el liberalismo del puro Estado de derecho.


4. Ligada directamente con lo anterior, y también con resonancias de Saint-Exupéry, aparece la concepción del habitáculo humano como mansión en el espacio y rito en el tiempo. Ambos nos otorgan el sentido de las cosas: la primera lleva a la conversión del mundo visual de cosas, que no cambian, y libran al hombre, en su percepción diaria, de la tragedia íntima del envejecimiento y de la anticipación del morir; el segundo alberga al hombre en el tiempo, formando la estructura del tiempo humano, y librándole de perderse en un día sin horas o una semana sin días o un año sin fiestas que «no muestra rostro alguno».


5. Vienen a continuación varias aproximaciones a la radicalidad del hecho social, profundamente entrelazadas. y en primer lugar, la comprensión de la sociedad básica como proyección de las potencialidades humanas, incluida la individualidad. Porque si la sociabilidad humana -explica- es una tendencia íntegramente natural en el hombre, esto es, si el hombre es un animal social, esta tendencia ha de calar los tres estratos ónticos -ser de la naturaleza, animalidad y racionalidad-, así como los tres modos de tendencia- impulso natural, instinto y voluntad racional- serán fuentes, en estrecha colaboración, de la vida social. Una sociedad es, pues, una estructura muy compleja en la que se superponen elementos comunitarios y aglutinantes muy diversos, legales y organizativos unos, consuetudinarios y tradicionales otros. Concebirla y querer estudiarla sólo desde un punto de vista racional, en cambio, es caer voluntariamente en un exclusivismo y cerrar la posibilidad de comprenderla adecuadamente.


6. Toda sociedad humana recibe también una fundamentación religiosa, pues tiene sus orígenes en una creencia y una emoción colectivas, frente a la concepción liberal y tecnocrática que niega pueda constituir un objeto susceptible de religación sobrenatural o sea penetrable por ella. En efecto, si el hombre es -de un lado- un compuesto de cuerpo y alma llamado por la gracia al orden sobrenatural, y -de otro- la sociedad emerge como eclosión de la misma naturaleza humana, no parece que tenga explicación el hecho de que la sociedad, en sí, quiera prescindir del aspecto trascendente de la vida: el hombre está religado con Dios pública y privadamente, individual y socialmente.


7. Por tanto, la sociedad humana aparece no sólo como una realidad permeable a una inspiración religiosa de fines y de espíritu, sino como algo esencialmente religioso -comunitario, en el sentido que otorga el término, y que referiremos acto seguido-, precisamente por radicar en la naturaleza humana a modo de proyección de sus tendencias y estratos profundos. (La consecuencia práctica de sostener esa esencialidad de las formas de gobierno en sus implicaciones religiosas, frente al indiferentismo de los liberalismos católicos y las democracias cristianas, que no van más allá de la impregnación religiosa de los individuos, es inmensa, y la existencia del orden social cristiano aparece en el corazón de la discrepancia).


8. La naturaleza de esa sociedad inspirada por el sentido de la religación, esa forma especial de vivir los hombres en ciudad humana bajo una inspiración religiosa, puede encerrarse con el término comunidad, por oposición a la mera coexistencia en que se resuelve el contractualismo social y el voluntarismo carismático: reconoce orígenes religiosos y naturales y no simplemente convencionales o pactados; posee, en fin, lazos internos, no sólo voluntario-racionales, sino emocionales y de actitud. La percepción de la sociedad histórica o concreta no es así en su origen el de una convivencia jurídica, ni siquiera se define por el sentimiento de solidaridad o independencia entre sus miembros, sino que se acompaña de la creencia en que el grupo transmite un cierto valor sagrado, y del sentimiento de fe y veneración hacia unos orígenes sagrados más o menos oscuramente vividos. Forma por lo mismo, para terminar, una «sociedad de deberes», con un nexo de naturaleza distinto al de la sociedad de derechos, pues si ésta brota del contrato y de una finalidad consciente, en aquélla la obligación política adquiere un sentido radical, pues incide en ella un orden sobrenatural que posee el primario derecho a ser respetado.


9. Toda sociedad histórica, por tanto , tiene necesidad de una comunidad de fe y de relaciones ónticas, frente a la reclamación de libertad religiosa del progresismo. En dos niveles. Desde un ángulo estrictamente religioso, en primer lugar, el hombre tiene el deber de dar culto a Dios, como prescribe el primer mandamiento, y esto obliga al cristiano tanto en el plano individual como en el social o colectivo. De manera que lo mismo que en aquél tiene obligación el cristiano de preservar su fe, así en éste también asiste al gobierno cristiano la obligación de preservar la fe ambiental, de promover las condiciones idóneas para su mantenimiento y expansión. En segundo término, en una consideración puramente natural o política, no puede subsistir un gobierno estable que no se asiente en una ortodoxia pública, es decir, un punto de referencia que permita apelar a un principio de superior autoridad y obligatoriedad. La pérdida de la unidad católica es, pues, el origen de la actual disolución de las nacionalidades y civilizaciones, ya que ni una religiosidad ambiental o popular puede subsistir sin el apoyo de una sociedad religiosamente constituida, ni el poder político puede ejercerse con autoridad y estabilidad si se prescinde de una instancia superior, religiosa, de común aceptación. Que dentro del catolicismo y aun de la propia Iglesia se haya terminado por acoger el ideal secularizador de la sociedad, propugnándose la teoría de la coexistencia neutra como doctrina no solamente compatible con la fe católica, sino la más acomodada a su verdadero espíritu, constituye un hecho insólito y sin precedentes, cuyas consecuencias disolventes están a la vista.


10. El concepto dinámico de la tradición, relacionado a sus ojos con la intuición -que se debe a la filosofía contemporánea, por obra principalmente de Bergson y los historicistas- radical de la temporalidad creadora, pero con referencia -como vislumbró Vázquez de Mella- no a la vida espiritual de los individuos, sino a la de las colectividades nacionales o históricas, abre otro de los grandes ejes de la obra de Gambra. Es dado distinguir de la sociedad dos aspectos diversos, uno estático, concretado en la articulación orgánica de comunidades autónomas, y otro dinámico, que se percibe en la evolución acumulativa e irreversible: es la tradición, como uno de los principios que rigen la recta formación y el desenvolvimiento de las sociedades históricas. La tradición, por tanto, es el progreso acumulado, y el progreso si no es hereditario, no es progreso social. La autonomía selvática de hacer tabla rasa de todo lo anterior y sujetar las sociedades a una serie de aniquilamientos y creaciones -esto es, la revolución-, es un género de insania que consistiría en afirmar el derecho de la onda sobre el río y el cauce, cuando la tradición es el derecho del río sobre la onda que agita las aguas.


11. Del acervo del pensamiento político tradicionalista extrae nuestro autor una serie de desarrollos notables que, una vez más, no se presentan aislados, sino profundamente ligados entre sí. En primer lugar, hallamos el valor y sentido de la monarquía hereditaria (aristocrática), de la representación corporativa (popular) y del proceso de integración histórica (federativo o foral) en la formación de la nacionalidad española. La imagen conductora de la monarquía española, caracterizada como social, tradicional y representativa, encaja pues en la gran tradición del régimen mixto y del gobierno templado. La monarquía entraña, en primer lugar, y como punto de partida, la idea de un gobierno personal -aunque cohonestado en ciertos sectores con los principios aristocrático y democrático, y también la de un poder en alguna manera santo o sagrado, es decir, elevado sobre el orden puramente natural de las convenciones o de la técnica de los hombres, ideas que la hacen incompatible en el fondo con el régimen parlamentario liberal nacido de la teoría de la soberanía popular. Finalmente, la monarquía, para cualquier pensador político español, representa el papel de término obligado en sus meditaciones, sean éstas teóricas, históricas o prácticas.


12. Siguiendo por el elemento representativo, le debemos haber apurado las consecuencias de la crítica de Mella a la voluntad general o representación individualista, en razón del carácter inefable e irrepresentable del individuo. Frente a ella, levanta la tesis de representación corporativa, repasando la contraposición ente ambas en la historia: primeramente, si las Cortes tradicionales constituían un elemento de contención del poder no lo era tanto por las propias funciones limitativas como por los contrapoderes que incorporaban, con el corolario de que la decadencia del sistema representativo en el siglo XVIII no significó por lo mismo y sin más la implantación del absolutismo; en segundo término, la diferencia esencial entre el antiguo régimen de representación y el moderno parlamentarismo democrático radica en que en aquél el poder era limitado, pero no delegado compartido, esto es, era una monarquía pura, con autoridad íntegra y responsable, finalista en su cometido, asentada en el orden natural y en el poder de Dios a través del proceso misterioso y providencial de la historia; en tercer lugar, la moderna teorización no sólo admite crítica desde el ángulo del representado, sino también por el contenido de la operación, que concluye en un juego fantasmal arbitrario, ajeno a los intereses de los ciudadanos; finalmente, al destacar que para la existencia de una representación concreta u orgánica auténtica es necesario que exista antes aquello que debe ser representado, devuelve el protagonismo al proceso de institucionalización social.


13. Llegamos así al proceso federativo como progresiva superposición y espiritualización de los vínculos unitivos, contrapunto también del Estado absoluto liberal, de la nación sacralizada de los fascismos y de los separatismos nacionalistas de hoy. Su comprensión cabal, que Gambra ve también implícita en la obra de Mella, lleva a divisar que en una gran nacionalidad actual, como la española, pervivan y coexistan en superposición y mutua compenetración, regionalidades de carácter étnico, como la éuskara; geográfica, como la riojana; de antigua nacionalidad política, como la aragonesa, la navarra. Y de ahí que en nuestra patria -que es un conjunto de pueblos que han confundido parte de su vida en una unidad superior (más espiritual) que se llama España- no esté constituido el vínculo nacional por la geografía, la raza o la lengua, sino por una causa espiritual, superior y directiva, de carácter predominantemente religioso. De ahí también que el vínculo superior que hoy nos une no deba proyectarse hacia el futuro como algo sustantivo e inalterable, sino que tal proceso de integración ha de permanecer abierto.


14. Todo el acervo anterior adquiere encaje en la historia, y Gambra encuentra así que la continuidad de la defensa del régimen histórico español y de la religión como fundamento de la comunidad política signa los dos últimos siglos, desde la guerra contra la Convención hasta la de 1936, apareciendo su esencia político-religiosa en estado puro en la lucha realista de 1821-1823 contra la Constitución de Cádiz. El carlismo tradicionalista, a la luz de esta comprensión, excede de la coyuntura histórica de un simple pleito dinástico, que operaría de simple banderín de enganche de motivaciones más hondas, para venir a encarnar a la vieja España. Por eso, merece la pena proseguir su surco y no dar por cancelada una tradición que no es otra que la tradición católica de las Españas.


Miguel Ayuso





jueves, 2 de abril de 2009

La unidad católica: clave de nuestra historia


Por Mons. Emilio Silva de Castro

Todas las fuerzas, ostensibles u ocultas, enemigas de nuestra España coinciden en el empeño de hacer realidad la aventurada afirmación de Azaña: "España ha dejado de ser católica". A esto aspiran francamente los que en la actualidad empuñan las riendas del poder estatal. Y triste es verificar que miembros del clero uniéronse a esos elementos hasta hacer cierta aquella afirmación: en lo oficial con una constitución atea y una legislación anticristiana -negación de la confesionalidad católica del Estado, divorcio vincular, ley del aborto, etc. Digo, en lo oficial, porque a pesar de la increencia en alarmante crecimiento, socialmente subsiste la unidad católica en España, de tal modo que el Santo Padre, refiriéndose a la España de nuestros días pudo afirmar con toda verdad que "la fe cristiana y católica constituyen la identidad del pueblo español". (Homilía en la misa del peregrino, en Santiago de Compostela).

Con mucha mayor razón es esto aplicable a la España del pasado. Vázquez de Mella en uno de sus maravillosos discursos decía, a este propósito: "No tengo más que trazar ante vosotros las líneas más grandes y más generales de nuestra historia para demostraros que la Religión católica es la inspiradora de España, la informadora de toda su vida, la que le ha dada el ser, y que sin ella no hay alma, ni carácter, ni espíritu nacional" (Obras completas, I, p. 78).

Los comienzos de la unidad

En el siglo Vl, con el Rey Recaredo, tiene inicio, con carácter oficial, la unidad católica de España. Pero no habían pasado dos siglos y los árabes mahometanos invaden toda la Península. En Covadonga, un puñado de cristianos valientes da comienzo a la "Cruzada que forjó una Patria" como reza el titulo de la hermosa obra de Rodríguez Lois (Méjico, Difusión, 2ª ed. 1986). La lucha prolóngase por 800 años, con grandes alternativas y vicisitudes pero, como prueban Menéndez Pidal y José Mª. Maravall, la idea motriz, el ideal permanente de la parte cristiana fue siempre, incontestablemente, la de la restauración de la Hispania cristiana visigoda que se había hundido en tiempos de Don Rodrigo.

A esta lucha secular de la Reconquista española pondrá término la Reina Isabel la Católica con la toma de Granada, para restaurar la patria española y cristiana. Al propio tiempo, la misma Reina Católica expulsa a los judíos no convertidos, logrando así una plena y perfecta unidad católica que se perpetuará hasta nuestros días.

La larga lucha por la fe

Es entonces cuando, terminada la Cruzada ocho veces secular de la reconquista y restaurada la unidad católica, la divina Providencia señala a nuestra Patria un nuevo y grandioso destino: descubrir, colonizar y evangelizar un Nuevo Mundo. España responde con denuedo y con fidelidad a ese designio. Y, como nuestra Patria "es ardiente en su fe, la fe de España es llevada a todos los confines del mundo por sus misioneros" (Azorin Una hora de España, p. 109). Ellos con inteligencia y sacrificio, con su piedad y sus esfuerzos crearán lo que después de tres siglos constituye el continente de 20 naciones de unidad católica.

Pero, al tiempo de la evangelización de América, surge en Europa la escisión de la Cristiandad por efecto de la herejía luterena, que rasga en dos porciones irreconciliables la túnica inconsútil de Cristo. España se conmueve y estremece toda, pero, sostenida y empujada por el aliento de su confesionalidad católica no vacila en empeñarse con todas sus energías en una tenaz y dilatada lucha para conservar y reunir de nuevo la cristiandad escindida, de Europa.

Del Oriente surge ahora un nuevo y muy amenazador peligro para la Cristiandad. El terrible amago del poderío otomano que se cierne sobre las naciones del Mediterráneo y sobre la misma Roma. El Sumo Pontífice, San Pío V, reclama angustiado a los Príncipes cristianos, en demanda de auxilio, pero la mayoría de ellos permanece impasible (incluso el del "Reino Cristianisimo"). Solamente España con el pequeño auxilio veneciano, resuelve hacer frente al Turco, y en Lepanto abate el poder de la Media Luna, libertando así a la cristiandad europea de la amenaza aterradora del Islam.

Entre tanto las luchas religiosas continúan y se extienden en Europa. España se desdobla y multiplica en los más variados frentes en defensa de la fe católica. Desde Alemania, los Países Bajos, los Estados italianos Inglaterra, mantiene la lucha religiosa y hasta Francia, de la que confiesa el historiador Luis Bertrand: "Tenemos que reconocer, aunque nos cueste que, si Francia se mantuvo católica, a Felipe II se lo debemos".

Es que Felipe II, además de la defensa del patrimonio que su padre Carlos V le legara, añadió a esto "ante todo, dice Heer, la defensa de la fe paterna, de la pureza y unidad de la fe católica. Tal vez no existió pueblo, ni monarca alguno que concibiese de modo tan elemental, original y primario el deber político de guardar la fe católica, durante una vida entera en lucha, como Felipe II, quien es, hasta hoy, el monarca español más querido de su pueblo" (Fr. Heer, Die Dritte Kampf, p. 295. El europeista Heer, aunque austríaco, muéstrase siempre adversario de los Austrias que reinaron en España).

Las luchas religiosas prosiguieron asolando los campos y ciudades de Europa hasta la paz de Westfalia en 1648; después de la cual España, exhausta que no vencida ni convencida, abandona la lucha por la unidad católica de Europa. Pero no por eso dejó de guardar esa unidad dentro de sus fronteras y en sus dominios de ultramar.

Con la Revolución Francesa y la invasión napoleónica la amenaza se hizo mucho más grave, pero el pueblo español emprendió la guerra de la Independencia que, como reconocen la generalidad de los historiadores, tuvo un carácter a todas luces religioso. El pueblo se levantó en armas no por alguna finalidad política sino en defensa de su religión y de su unidad católica amenazada.

Anticlericalismo y fe

En 1868 instálase en España el proceso revolucionario que desembocaría en la primera República traída por elementos, en su mayoría, anticlericales. Al año siguiente se promulga la Constitución, por cuyo art. 21 "la nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la Religión Católica" y se garantiza "a todos los extranjeros residentes en España el ejercicio público o privado de cualquier otro culto". Y añade luego, el articulo citado, un estrambote que, de no ser el asunto tan serio, provocaría la hilaridad. Es la redacción condicional del precepto constitucional: "si algunos españoles profesaren otra religión que la católica es aplicable a los mismos lo dispuesto en el párrafo anterior 'sobre los extranjeros"'. Se ve pues por esta forma condicional que, para los constituyentes de 1869 -varios de ellos rabiosamente anticlericales, pero sin por eso abandonar la religión católica- España se mantenía íntegramente en la unidad católica

Otro tanto podemos decir de los constituyentes de la segunda República, en 1931 y de la declaración de Azaña: atacaron a las órdenes religiosas y a la Iglesia pero todos ellos eran bautizados en ella y muy contados los que formalmente abjuraron de su fe católica.

Son muchos hoy los que en España y en otros países de unidad católica, viendo el avance avasallador del laicismo; la falta de apoyo -cuando no de oposición- de la declaración conciliar Dignitatis humanae; la adhesión al liberalismo católico por parte considerable del clero, etc. se dejan llevar del desaliento, hablan de la decadencia inevitable, del agotamiento y cansancio del viejo y batallador catolicismo hispano; no levantan los ojos para vislumbrar donde están las raíces del mal y recuperando la confianza tratar de erradicar las causas del mismo.

"El proyecto generador de España ha sido la identificación con el Cristianismo" (así lo afirma Julián Marías en su bello libro España inteligible, p. 120). Si, la clave de nuestra historia es la unidad católica mantenida a través de toda su historia.

El peligro actual

Hoy tenemos una Constitución laica y en este caso más peligrosa que en los anteriores, porque, la actual, fue inexplicablemente patrocinada por una mayoría del episcopado, bajo la dirección de los Cardenales Jubany y Tarancón. Y ya comienzan a darse en nuestra Patria padres de familia que dejan a sus hijos sin bautismo.

Balmes se estremecía al solo pensar en la posible pérdida de la unidad católica. "¡Ah! Oprímese el alma con angustiosa pesadumbre al solo pensamiento de que pudiera venir un día en que desapareciese de entre nosotros esa unidad religiosa que se identifica con nuestros hábitos, nuestros usos, nuestras costumbres, nuestras leyes, que guarda la cuna de nuestra monarquía en la cueva de Covadonga, etc." (Obras completas, BAC, IV, 120). Por la fe católica consumieron su vida millares de misioneros en las selvas del Nuevo Mundo; sus soldados libraron batallas en Europa y en el suelo patrio y dieron su vida 13 obispos, más de 6.000 miembros del clero y muchos millares de fervorosos seglares católicos, en la última Cruzada.

No podemos renunciar a tal historia y a tal herencia. Es necesario orar y luchar por la reminiscencia de nuestro estado católico. A ello nos anima también el Vicario de Cristo que en su visita a España nos regalo con el bello mensaje con que quiero dar fin a este articulo: "En ese contexto histórico-social es necesario que los católicos españoles sepáis recobrar el vigor pleno del espíritu, la valentía de una fe vivida, la lucidez evangélica iluminada por el amor profundo al hombre hermano. Para sacar de ahí fuerza renovada que os haga siempre infatigables creadores de diálogo y promotores de justicia, alentadores de cultura y elevación humana y moral del pueblo".